En este bar tenemos una filosofía muy clara: con cuatro cositas se hace un manjar, y si es de aprovechamiento, mejor que mejor. El puchero no es solo un plato, es una declaración de intenciones. Aquí no hay desperdicio, porque de un buen puchero salen tres delicias más, y todas pa’ chuparse los dedos.
Primero el caldito, calentito, con sus garbanzos, su pollo desmenuzado, su costilla y su hierbabuena, que huele y sabe a abuela. Y si ese día refresca un poco, sienta como un abrazo. Luego viene la pringá, con su pan calentito, crujiente por fuera y blandito por dentro, listo para empapar y no dejar ni la servilleta limpia.
Y lo que queda, que a veces es lo mejor, se convierte en croquetas que resucitan a un muerto, o en un arroz meloso que quita el sentío. Y si hay suerte, hasta un pastel de carne improvisado que te alegra la tarde.
Aquí, el puchero se sirve con historia, con memoria, con esa manera tan nuestra de entender la cocina: con lo que hay, pero bien hecho y con cariño. ¡Eso es arte culinario sevillano!